Wittgenstein dejó el siguiente comentario sobre Shakespeare: podemos hablar del “gran corazón de Beethoven pero no podemos hablar del gran corazón de Shakespeare”. Por supuesto esta afirmación es artera, o al menos “un movimiento profundamente perturbador” como le llama George Steiner. No es la única que Wittgenstein dedicó a Shakespeare. Entre 1946 y 1950 varias anotaciones suyas van dirigidas a dejar mal al autor de Hamlet. Acaso la frase formulada a partir de Beethoven sea, de todas ellas, la que tiene un roce con el sofisma y, tal vez, con el ingenio.
Un diccionario universal de infamias literarias recogería la frase de Wittgenstein sobre Shakespeare por el ingenio de la mala intención que la inspira. Al parecer Wittgenstein llevó la cuestión a algo escudriñable: desde su perspectiva, glorificar a Shakespeare es algo distinto su sacralización. Lo comparó con los grandes espíritus, más bien con el concepto de los grandes espíritus, que en alemán llaman Dichter. Lo puso a contraluz con este concepto para demostrar que Shakespeare no es un espíritu como Hölderlin ni un corazón como Beethoven. Sabemos que leer a Hölderlin o escuchar a Beethoven es un fluir de las fuerzas secretas del espíritu y de la naturaleza, del universo mismo, percibidas y reveladas a nosotros por seres que buscan el bien de la humanidad. Leer a Shakespeare es convivir con una literatura de la perdición pero de la cual no fluye el espíritu ni la videncia espiritual. Hölderlin y Beethoven son percepción en estado puro. Shakespeare es genio, literatura genial.
Leer a Shakespeare es convivir con una voz interior que nos dice estoy leyendo a Shakespeare. Su lectura es un momento cultural para nuestra mente. La sacralización de Shakespeare es incuestionable e inatacable a riesgo de ser una de las formas de la estupidez. Esto no es novedad y, de hecho, es una discusión superada. Sin embargo nuestra voz omnisciente, que se vuelve una constante de la consciencia al leer a Shakespeare hace que consideremos que el genio y las obras maestras sean sinónimos de perfección. Pero no lo son. Hay ejemplos de obras maestras imprescindibles que no son perfectas, y esto incluye a Shakespeare. Hay, por ejemplo, una distancia poética entre Shakespeare y Hölderlin y Keats. Hay también una distancia entre Shakespeare y Dante, observada por Eliot. La manera de argumentar las causas y las consecuencias de la conciencia hacia adentro en algunos diálogos de Shakespeare es profunda y espiritual (de ese espiritual que nos devela el espíritu y que no sólo nos lo narra o describe) pero no es la constante en su obra.
Shakespeare lleva nuestro espíritu a terrenos a los que no vamos solos, y a los que ninguna religión nos lleva a menos que sea para atemorizarnos, como de hecho lo hacen: al terreno donde la Biblia quiere que vivamos para controlarnos. Shakespeare es agnóstico en sus obras, y nos lleva a terrenos del espíritu sin prejuiciarnos ni enjuiciarnos. Nos hace ver qué es el instinto, quiénes somos realmente, qué es lo que hay debajo de nuestra piel una vez que cae el barniz social que vestimos. Pero también hace fluir la poesía revelatoria a través de la cual sentimos y oímos formas de alta filigrana sobre el espíritu mismo, o sobre nuestras pasiones o nuestras dudas. Shakespeare le hace decir a Hamlet: “Hay una divinidad que determina nuestros designios, aunque los desbastemos a nuestra voluntad”. ¿No hay allí suficiente profundidad para darle crédito al corazón de Shakespeare? Quien cree en la divinidad del hombre y de la poesía, quien reconoce el estatus espiritual de esta concepción del mundo y es capaz de transmitir el mensaje de su existencia, es un esprit del mundo poético. Más aun si puede percibir con lucidez la naturaleza humana y nos la devela. ¿Cuánta develación de nuestro propio espíritu hay en decirnos lo que hacemos todos los días y que no tenemos la entereza o la lucidez de ver –ya no digamos detener– como es el hecho de que, en efecto, debastamos a nuestra voluntad todo lo divino que hay en nosotros?

Goethe lo vio con claridad: “Shakespeare dejaba que su naturaleza se manifestase libremente en sus obras; además, ni su época ni la disposición del teatro de entonces le ponían trabas; las gentes dejaban a Shakespeare que hiciera lo que tuviese a bien. Pero si Shakespeare hubiese tenido que escribir para la corte de Madrid o para el teatro de Luis XIV, probablemente se hubiese acomodado a una forma teatral más severa. Mas esto no es de lamentar pues lo que Shakespeare ha podido perder como autor de teatro, lo ha ganado como poeta. Shakespeare es un gran psicólogo, y en sus obras se aprende a conocer el corazón humano.”
Goethe no habla de bajos instintos sino de “corazón humano”. Engloba que toda la experiencia de luz y sombra de la mente y de la conducta humana es un reflejo del corazón. Esta es una demoledora respuesta a Wittgenstein.
En la inmensidad de estudios que hay sobre Shakespeare en todas las lenguas, existe uno, hoy posiblemente ya olvidado, de Antonio Pagés Larraya donde encuadra el asunto wittegensteiniano –llamemos así a toda la contra de Shakespeare: “Todo punto de vista histórico o biológico es equivocado para juzgarlo, ya que pierde de vista la motivación eminentemente estética de la obra. Sólo acercándonos con precaución, sin olvidar nunca que estamos frente a una elaboración artística, podemos esquivar el absurdo. Shakespeare fraguó poesía: debemos aceptarla como tal para verla adecuadamente y no trasladarla a otros planos donde ha de resultar inevitablemente falsa.”
Además hay temas que trascienden el entretenimiento teatral para plantear asuntos humanos: el conflicto de los personajes con sus almas. Hamlet es un frívolo antes de que comience la tragedia en el reino de Dinamarca, no tiene alma, desprecia la escritura, va de la nada a la nada. Al terminar la obra Hamlet es otro, su transformación se debe a que se asomó al abismo del alma. Del otro lado están los personajes desalmados. Para ellos el curso de sus intrigas y sus infamias es connatural a su existencia. El alma y su reverso son la sustancia de todo este mundo creativo.
Para nuestra época es evidente que hay varias maneras –y métodos academicistas– de estudiar, leer y percibir a Shakespeare. Hay quienes deconstruyen sus personajes como si fueran personas del mundo real, y no personajes con una función que su creador les dio: la de transmitir el mensaje que contienen sus características y su proceder dentro del universo de la obra. Si una persona es multifacética también lo es un personaje. Sin embargo en una obra sólo veremos una de sus facetas, y nos quedaremos sin conocer todas las otras, a como nos quedamos sin conocer las de una persona que hemos visto en alguna circunstancia, o acaso conversado con ella una hora.
Luego están los que analizan las estructuras, la genética de las obras. También los que estudian los temas. No olvidemos a los que se fijan en los argumentos y buscan una filiación o ausencia de filiación con ideas, filosofías, libros. Así hay un sin número de ángulos de estudio, incluido el más genuino que es el de la percepción poética de Shakespeare. Sin faltar los historiadores que meten todo en un sarcófago y lo etiquetan. O los vivillos, para los que Shakespeare es la anécdota del lío amoroso de Romeo y Julieta, y no lo que todos entendemos cuando decimos Shakespeare. Están, por último, los que estudian las esencias en Shakespeare, y que no buscan reforzar la idea de un clásico, o de un genio, o de un superdotado, sino la tesis de que la creación literaria es una cuestión de esencias convocadas y develadas por un esprit.
En su época Shakespeare era un autor consagrado pero no un clásico, y en sus obras hay imperfecciones aunque éstas no alcanzan a arruinarlo. Hay una constelación de pasajes flojos en algunas de sus obras que todo buen lector habrá percibido como tales o, al menos, como momentos de transición entre un instante y otro en las escenas, lo que vuelve imperceptible el error en la lectura. Otros pasajes, incomprensibles o reprobables para su época, se han vuelto parte de su riqueza literaria al evolucionar nuestros gustos y nuestra forma de concebir la estructura y la sintaxis literarias. Esos pasajes pudieron revelarse arte conforme se amplió o deslimitó el concepto de arte en las generaciones del siglo xix y xx. Tolstoi, Wittgenstein y Eliot, entre otros, abominaron de Shakespeare basados en esas cuestiones: falta de verosimilitud de algunas escenas, futilidad de diálogos, personajes innecesarios y, como en el caso de Wittgenstein, ausencia de espíritu.
En la lectura de Otelo, por ejemplo, se siente la necesidad que tuvo Shakespeare de prolongar las escenas por razón de tiempo de entretenimiento, algo que pasa desapercibido para un expectador de la obra pero no para un lector de la misma. Algunos diálogos son francamente melodramáticos, algo inverosímil para una tragedia. Cuando Yago logra perturbar a Otelo sobre la supuesta traición de Desdémona, Otelo se da espacio para un juego de palabras que no corresponde al desajuste sicológico y anímico que le produce la situación: “Otelo: ¡Yacer con ella! ¡Encima de ella! Yago, eso es asqueroso. Pañuelo… confesiones…¡el pañuelo!… Confesar y ser ahorcado luego. No: ahorcarle primero y que confiese luego… Tiemblo sólo al pensarlo.”
Al final no sabemos por cual de las dos opciones tiembla Otelo, o si es por la noticia misma del supuesto adulterio. También es un poco incómodo para el lector shakesperiano –es decir aquel que está dispuesto a lanzar la caballería contra el asunto wittgensteniano– cuando Desdémona (después de que Otelo anuncia que morirá ahorcada por sus propias manos, y a quien vemos matarla con sus propias manos) ya declarada muerta frente a su dama Emilia, revive unos instantes para exculpar de su muerte a Otelo, para enseguida volver a morir. Un artificio desdeñable. Más aún si reflexionamos que morir por asfixia mecánica no permite un último acto de conciencia y de palabra a la víctima. A menos que viéramos ahí la mano de Dios para ayudar a hacer su último acto de bondad a una fiel creyente como Desdémona. Sólo que en Shakespeare no hay lugar para Dios.
¿Cómo terminó Shakespeare siendo total? La perfección era, desde los tiempos presocráticos hasta el siglo xx, el requisito básico de la obra de arte. Incluso Verdi ajusta Otelo y nos da un Otelo más asequible. Pero recordemos que la imperfección, a partir de Cézanne y Picasso en la pintura, se reveló el requisito básico para las vanguardias de principios del siglo xx. Merce Cunningham refiere que en una ocasión ensayaban una pieza de John Cage junto con dos jovencitas que tocaban virtuosamente el violín. Al terminar la pieza Cage les dijo: “¿Ahora podrían tocar un poco defectuoso?”
Lo que puede ocurrir es que uno se construya un Shakespeare a partir de las obras más profundas y de los pasajes geniales de sus obras imperfectas. Y se construye uno también un Shakespeare leído y un Shakespeare visto y escuchado. Su época lo apreció y lo consagró por lo que veía y oía en el teatro, no por lo que leía: sólo algunas de sus piezas fueron publicadas en vida de Shakespeare. Su obra, como sabemos, sólo pudo leerse en conjunto años después de su muerte.
Desde la perspectiva wittgensteiniana Shakespeare ha sido sobrevalorado, y este juicio no se basa en las imperfecciones en algunas de sus obras sino por algo más esencial: el origen bastardo de su inspiración. No era un Dichter, un predestinado que escribiera para incentivar la felicidad literaria y el espíritu del mundo. Shakespeare era un escritor empresario y escribió sus obras porque había que poner obras en escena cinco veces a la semana, agradarle a la Reina, quedar bien con los protectores, y evitar los números rojos. Además tenía que variar la mezcla. El público era exigente y, al parecer, hacia fines del siglo y principios del xvii los espectadores iban por miles a los teatros de Londres. De manera que Shakespeare habría producido una literatura de entretenimiento de un nivel elevado. Algunos escritores proceden así. Hemingway en su libro París era una fiesta refiere que le dijo a Scott Fitzgerald que desperdiciaba su talento al escribir narraciones para los periódicos. Fitzgerald le dijo que no: primero escribía los cuentos y relatos como una creación literaria, sólo después los pulía de acuerdo al gusto de los lectores de tal o cual periódico, de esa manera su talento como escritor quedaba intacto.
Una posibilidad es que Shakespeare, como tantos otros autores relacionados con la industria del entretenimiento, optara por el método de dejar espacio en sus obras –que hoy percibimos como debilidades o imperfecciones– para el gusto del público –un gusto para el teatro pero no necesariamente para la literatura. Shakespeare era capaz de darse cuenta dónde terminaba el arte y dónde comenzaba el descenso literario: lo muestran no sólo los pasajes más profundos de sus obras teatrales sino sus sonetos. De que era un autor serio hay testimonios, incluido el de su enemigo contemporáneo Jonson que lo llamó “el alma de su época” –otro cartucho para el asunto wittgensteniano. Shakespeare escribía, con mucha probabilidad, por la dinámica empresarial del teatro, género que debió ser su pasión. Y el resultado de su creatividad era producto de esta exigencia práctica, no de la divinidad sensorial. Sus Sonetos lo eran pero no sus obras de teatro.

Eso es, en esencia, lo que ha impulsado a algunos, durante cuatrocientos años, a lanzar la caballería contra Shakespeare. Olvidan que dejó muy joven Stratford-on-Avon, su pueblo de origen, para ir a Londres sin contactos, sin alcurnia, sin estudios. Una decisión temeraria que incluso hoy día pocos se atreven a realizar y que sólo tiene éxito cuando se ha nacido con un don.
Es posible que todo eso tenga que ver con su condición de escritor. Aquí entramos a los misterios infinitos shakespearianos de lo que sabemos con certeza sobre su persona –que es poco– y lo que han podido reconstruir los historiadores –que es suficiente. La perspectiva de su condición de escritor, como han subrayado James Shapiro y Georges Steiner entre otros, es que un escritor de teatro de su época consideraba tal actividad como parte de sus actividades empresariales. Y Shakespeare, a partir de cierto momento pasó a ser accionista del teatro El Globo, por lo tanto su perspectiva fue la de quien escribe para la inmediatez.
Habría que entender la dinámica en la que vivía su mente. Dinámica y mecánica: una mezcla de estudios de mitologías sajonas, de las situaciones políticas contemporáneas, y de la comprensión de la evolución del teatro que debía introducir en su propias obras. No sólo como una aspiración de transcender literariamente sino también para dos situaciones más: por un lado, atraer la expectativa del público para que el teatro como empresa subsistiera en la taquilla y, por el otro, mantenerse en la gracia de la Corona y de sus protectores. El análisis de lo onírico, de lo histórico, del presente y de lo coyuntural es su fuerza de inspiración. Se ha acusado a Pound de ser un gran copión, y a otros autores los han denostado por inspirarse en otras obras. Pero Shakespeare fue también un gran copión: abrevó en otras obras y las reinterpretó. Es conocido qu el sentido de la infamia, el sentido sistemático de la tragedia, de la intriga y de los bajos instintos de otras obras conocieron una mejor versión bajo su pluma. Ya no son obras para plantear una anécdota infame o una infamia como anécdota sino para exponer una categoría humana. Harold Bloom nos dice que una de las principales aportaciones de Shakespeare es la evolución de los personajes en una obra. Se ha dicho que no era un escritor a la manera de nuestro tiempo. Su escritura era inmediata a la puesta en escena y aceptaba colaboraciones de otros actores para afinar escenas. A veces escribía específicamente para las habilidades y artes escénicas de algunos actores en particular.
Sin embargo la otra visión, que sería más acertada, es que era un escritor que al estar en medio de todo esto –horas de estudio y lectura, vida empresarial, producción de obras para ser montadas pocas semanas después, relaciones políticas– se sustrajo a una cuestión simple y develatoria de que estaba poseído por la perdición en el sentido del arte: lo que vivía al día a día era una irrealidad que le permitía producir una realidad, la que se representaba cada noche en el teatro. Este era un medio de plantear al público el desciframiento de las leyes de la historia y las infamias políticas. No para atemorizar, pues al parecer Shakespeare no fue instrumento del poder para comunicar al público mensajes o amenazas, o visión de un mundo controlado– sino para darle un sentido real a la palabra re-presentar: volver a presentar ante el público lo que de otra manera no podía ver, aquello que sucedía en las mentes de los poderosos, en las cámaras del poder, o en la intimidad sicológica y emocional de las personas.
Lo más probable es que Shakespeare estuviera poseído. Y no es difícil suponer que Shakespeare era un hombre concentrado. James Shapironos cuenta: “John Aubry, el biógrafo shakespeariano del siglo xvii, preguntó a quienes habían conocido al poeta lo que recordaban de él, le dijeron que ‘no era un hombre muy sociable’ y que ‘no quería que lo arrastraran a una vida disoluta, y, si lo invitaban se excusaba diciendo que ‘estaba enfermo’”. Todos los elementos de la vida práctica y de su vida estudiosa estaban en armonía y funcionaban cada vez con más perfección. Es probable también, y hay al menos una prueba de ello, que como todo escritor concibiera escribir más obras de las que conocemos. De sus proyectos, notas e incluso correcciones a sus obras no nos ha llegado nada. Shapiro nos refiere que una noche, como colofón de la obra que se representó ese día en el teatro, se anunció una obra suya que al parecer nunca escribió.
La ausencia de filosofía en sus obras que otros le señalan es pureza literaria en Shakespeare. La filosofía empantana cualquier exposición de la perdición y de lo onírico. Shakespeare fue un momento importante y fundacional no sólo para el teatro isabelino sino también para la literatura universal. Siempre debe haber un precedente para una ruptura en el arte: Shakespeare lo fue para los románticos, como Sócrates para Jesús, Dante para la literatura fantástica, Cézanne y el Balzac de Le chef d’oeuvre inconnu para la pintura abstracta, Beethoven para el jazz. Shakespeare despejó su mundo creativo de los clásicos y de la religión. Eso es lo que permite también a Wittgenstein decir que Shakespeare tiene una ley propia y es grande en el total de su obra. Hay allí simplicidad, como bien ha sido ya observada por algunos autores. Es cada obra de Shakespeare la que es grande por una ley propia, y cada obra ocurre por que está ahí, como dice Wittgenstein. Y lo mismo pasa con las escenas y los actos. La “totalidad de la obra” encapsula más bien esta idea. Tanto Hamlet, Lear, Macbeth, Falstaff y, en menor medida Otelo, son un referente de conciencia, de vida, de poesía, y de sicología para cada lector. Las artes que viven fuera del lenguaje tienen un lenguaje sensorial, y el lenguaje tiene su música, la seducción de su música. Por eso la cuestión de que el gran corazón de Beethoven sea más concebible, más natural, y que la idea del gran corazón de Shakespeare parezca de golpe contranatura, es un artificio, a lo más un sofisma. Son simplemente dos universos entre los varios universos que existen en la creación artística. En el universo del lenguaje, de la música del lenguaje, está Shakespeare.
Un lector puede tener a Shakespeare por el autor de una sola obra y le será tan transcendental para él como el lector que lee y relee la totalidad de su obra. O en otra perspectiva, hay lectores que se sentirían defraudados al conocer la totalidad de la obra donde no todo es tan intenso en genio y temas como la obra específica que los marcaron. Las obras de Shakespeare no son, y de ahí tal vez la fundamentación de la crítica, literatura a secas. Son textos para representaciones cargados de una potencia de lo sobrenatural de la perdición y de la dimensión onírica de la naturaleza humana.
Como la forma de sus creaciones es el teatro y como su agnosticismo es tan profundo como su no fidelidad al clasicismo, ahí puede estar otra razón para negarle transcendencia espiritual y no solamente literaria. Todo lo que tenga que ver con Dios o con dioses evoca emociones. Más bien, predetermina emociones en un lector o en un espectador. Es algo que está profundamente predestinado en él porque así es como nos forma la sociedad, la familia, el ethos y el pathos de la civilización y de la cultura. La transcendencia espiritual de una obra y la trascendencia literaria es la gran dicotomía. Dante y Proust transcienden en nosotros espiritualmente de manera inmediata. Voltaire, Eliot y Joyce trascienden más bien en nuestras mentes. La aportación de Shakespeare, en una visión reduccionista, es el lenguaje, la neutralidad del autor respecto a la religión y a los clásicos, y la exposición de la comedia humana desde sus perdiciones. Desde ese ángulo Shakespeare no es siquiera un artista, algo en el umbral del camino que lleva a un Dichter. Sería sólo un escritor, un autor, total, absoluto, irresoluble, imprescindible y cultural. Pero Shakespeare no es un autor transcendente. Los autores transcendentes terminan en la arqueología literaria y en los comentarios literarios de los académicos. Shakespeare es un vidente, un poeta, y el lenguaje no es su punto de llegada sino su punto de partida para mostrar la raíz divina y la raíz demoniaca de los caracteres y motivos humanos para la alegría y la maldad.
El peligro de racionalizar demasiado la obra de Shakespeare es de despojarla de su magnificencia y de la magnificencia del poeta dramaturgo. Los Sonetos, Adonis y Venus, y La violación de Lucrecia son enervantemente clasicistas. Incluso si los Sonetos abren a su vez una ventana importante para la concepción temática del soneto y la desacralización de Petrarca. Ser clasicista en sus poemas y totalmente ajeno al clasicismo en sus obras teatrales vuelve impresionante esta división de fronteras. Habla de una consciencia de Shakespeare al producir sus obras, una profundidad de su creación. Es su proyecto personal, su aportación, su legado al esprit de los escritores y poetas: escapar a las dos orillas del río y fluir con el río.
Un universo donde se deconstruye la perdición, entendida como infamia, tragedia y como sustancia de lo onírico. Shakespeare, deberemos repetir aquí, es casi el único autor hasta su época que se sustrajo a someter su arte a convenciones religiosas: no escribió por encargo de la Iglesia, no tematizó la Biblia, no buscó el reconocimiento del poder eclesiástico ni su patrocinio. Tampoco hurgó en el teatro clásico, y con eso dio un nuevo sentido al teatro universal: escribió sin dioses fríos o sensuales. El vacío lo llenó con la mitología sajona, la realidad política de su tiempo, el lenguaje de sus contemporáneos. La comedia humana de Shakespeare escapa al sentido bíblico, al sentido del occidente tal como lo destila la cultura de la cristiandad. Hay una dimensión areligiosa y eso le permite a sus obras un laicismo que vuelve más intensas y profundas las veneraciones y las traiciones en sus personajes.
La substanciación de su escritura, es decir, la manera como se fue integrando lo que escribió, los temas que eligió y desarrolló, tiene un contrapunto que es una lección para todos los escritores: abordar las categorías de la comedia humana. Ese detalle lo elevó todo. Shakespeare aborda categorías temáticas pero también da vida a categorías tipológicas de la conducta humana, y a categorías del lenguaje. Además, introduce a la literatura universal la introspección de la conciencia y del espíritu humano en movimiento de evolución, famosa ya y por lo tanto común para nuestra época. Esa introspección está incluso en Lear, un personaje tan distinto y distante de Hamlet –que es el paradigma. También la encontramos en Macbeth cuando cobra conciencia de que lo que le dicen las parcas está sucediendo, y que la influencia de Lady Macbeth obedece a esta dinámica.
Shakespeare no cayó en la trampa –error es más preciso– de filosofar en sus obras. Se mantuvo en el sentido común del lenguaje, algo que otorga precisamente la dinámica de un diálogo, y con esto dejó que en sus argumentos fluyera la poesía en vez de la filosofía. No quería ir a la filosofía sino a la conciencia del estado de cosas. Hamlet cambia el curso de los acontecimientos al evolucionar en su interior como persona. Macbhet, en cambio, es el mismo en ese sentido del principio al fin de la obra. Lear lo puede cambiar pero ya no tiene las fuerzas, y ya no quiere y se va al mundo de los locos. Shakespeare plantea en Rey Lear lo racional como camino a la pérdida de la sensatez: la felicidad extrema, para un espíritu que sufre, es la nada.
En Shakespeare una traición, un asesinato interesado, un error interesado, un amor deslimitado y productor de efectos sociales y políticos, no son formas vulgares de racionalidad. Lo son del delirio perverso que da gozo al infame, y que son formas también de la pérdida del control del difícil arte de la ambición.






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