PoliticusMagazine

Armando Pereira: voluptuosidad de la lucidez 

Su esprit: generoso, cálido, concentrado.
Escribió relatos perfectos. 
Un Maestro de la crítica literaria fértil.
Grafitti, una summa de lucidez 
Este 13 de diciembre, segundo aniversario de su partida

A Claudia Albarrán, Ana Pereira
y Juan Antonio Rosado

Una silueta delgada, elegante en su delgadez, bastante definida por sus cabellos casi hasta los hombros, lacios, se mueve ágilmente y  se viste como un muchacho universitario, de mezclilla. Algo en su voz y en su trato denota una capacidad de concentración, algo en su sintaxis una pasión por el lenguaje y la literatura. Pero no parece un profesor ni un intelectual frío aunque para entonces ya ha publicado artículos y libros de crítica literaria, y es investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas, profesor de la Facultad de de Filosofía y Letras de la Unam. La calidez de su trato amistoso es la de un escritor sui generis: un escritor que cree en los demás escritores, que no los clasifica de acuerdo al tiempo –jóvenes, mediana edad, consagrados– sino de acuerdo a su percepción y su ambición de creer en ellos. Y te mira y te habla como a un colega aunque yo tenga veintiún años y él cuarenta, y ríe y bromea y te escucha a su vez como un joven ávido de creer en todo. Cuando le platico sobre mis incursiones de crítico del autoritarismo del régimen de esos años, de mis libros de poemas inéditos, de mi idea de irrumpir en el escenario literario, Armando Pereira me mira y me escucha como fascinado, como si descubriera algo nuevo, algo qué admirar. En realidad es que en ese momento, en esos momentos, su obra misma, su personalidad literaria misma está comprometida en la amistad intelectual y personal –en él era una sola cosa– que germina continuamente en nuestras pláticas personales o por teléfono. También está, sobre todo, su calidez y su impresionante generosidad que fertilizan su trato y sus actos. Todo envuelto en un aura de sencillez adolescente aún cuando en ese entonces era el secretario de redacción de la importantísima, elevadísima, Revista de la Universidad de México.

Nuestra amistad comenzó durante las Jornadas Internacionales Carlos Pellicer, y la primera vez que nos hablamos debió haber sido en algún círculo donde estaban Adolfo León Caicedo, un crítico literario y profesor de la Unam y de la Ibero, Álvaro Ruiz Abreu, y el extraordinario crítico Samuel Gordon. Esas Jornadas Pellicerianas como también se les conoció fueron organizadas por Carlos Sebastián Hernández, que fue secretario de Carlos Pellicer, el poeta Ramón Bolívar, Samuel Gordon, y José Prats Sariol a fines de los ochenta y durante la mayor parte de la década de los noventa. Alcanzaron un éxito y un prestigio internacional como pocos encuentros literarios, al cual asistieron desde escritores y críticos literarios secretos hasta vedettes literarias mundiales como Álvaro Mutis, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marrúz, José Amor y Vázquez, Alfredo Roggiano, Norma Warless, Vicente Quirarte, José Emilio Pacheco, entre muchos otros. Fue en las Jornadas Pellicerianas de 1990 me parece que conocí a Armando Pereira e hicimos amistad. Antes de regresar a la Ciudad de México –la sede era Villahermosa, Tabasco– Armando me dijo que la Revista de la Universidad de México iba a publicar una antología de poetas contemporáneos y que le enviara un poema para publicarme en ese número. Debía mandarlos inmediatamente porque iba a cerrar edición a su regreso a la Ciudad de México. Todavía me tardé unos días para enviar dos o tres poemas de manera que pudiera hacer una elección entre ellos porque aunque siempre me ha parecido natural el destino, se me pasó por la mente que pudiera ser que Armando se hubiera dejado llevar por el entusiasmo de la convivencia de tres o cuatro días que tuvimos todos en las Jornadas Pellicerianas. Yo tenía ya un pequeño libro de poemas publicado y una vida literaria pero en realidad era un escritor desconocido.

Pronto descubriría que Armando era genuino y de una sinceridad profunda –y he tenido la fortuna de tener amistades muy sinceras. Pocos meses después me envío dos ejemplares de la Revista de la Universidad de México donde aparecía mi poema en la antología que me había mencionado. Cuando lo vi después en la Ciudad de México, me dijo que había esperado unos días para cerrar edición en espera de mis poemas –el envío se hacía en general por correo normal en ese entonces, y podía llegar en diez días o nunca, el sistema postal era muy malo. Y también me dijo: “Te puse al lado de Adolfo Castañón para que te leyera cuando viera su poema en la misma página”. Adolfo Castañón era una especie de subpapa de la literatura en los años noventa por su cercanía con Octavio Paz. La generosidad de Armando fue todavía más allá. Yo le había hablado de una novela corta que había escrito y me pidió que le enviara un fragmento. Ese texto apareció en el número de enero de 1993 en la misma Revista de la Universidad de México, con lo que tuve la fortuna, por la inmensa generosidad de Armando, de ser publicado dos veces en un año y medio en esa revista consagrada, algo inusual en el difícil medio de las ediciones de libros y revistas que normalmente están saturadas de textos en lista de espera. Me vino muy bien esa segunda publicación porque me enteré de ella cuando un día entré en la biblioteca de la Maison du Mexique en París, donde yo residía para ese entonces, y estaba en la mesa de novedades. Fue mi carta de presentación en la comunidad. Recuerdo que Armando me había mencionado lo siguiente antes de irme a París: “Cuando llegué a la redacción de la revista encontré un tanto así de colaboraciones en espera –separó sus dos manos a una distancia de veinte centímetros– pero primero los amigos.”

Armando Pereira escribió varios libros de cuentos, relatos y novelas. Varios merecen ser considerados como delicadas creaciones de la literatura mexicana. Uno de ellos presiden en mi mente esta consideración. Es el relato “Los avatares de un hidalgo en tierra de tártaros”, donde un lujurioso funcionario del rey de Asturias sucumbe a los encantos de la vida erótica de los tártaros y transgrede sin saberlo la prohibición de la sodomía, que aunque consentida por la mujer del relato, ella misma lo delata al día siguiente. El funcionario termina empalado públicamente ante la mirada lujuriosa de la misma mujer que lo gozó y lo delató, mirada a través de la cual los lectores recreamos lo que ella rememora de su gloriosa noche con el funcionario en desgracia. Escrito con una delicadeza heredera del lenguaje borgiano –el epígrafe es de Borges– pero con el tono de un clásico contemporáneo muy suyo, tanto la ingeniosidad del tema como la tensión casi cinematográfica con que se desarrolla la historia es digno de un film a la Kubrick. La cosa no termina ahí. Esta historia permite ver la maestría literaria de Armando Pereira, su dominio de la universalidad de la creación literaria. El relato comienza advirtiendo “La historia que voy a contarles sucedió en los tiempos de Gengis Khan”, y en adelante el medio ambiente, nuestra imaginación, nuestra sed por la historia que nos cuenta, nos convierten en contemporáneos de esos tártaros narrados y no un lector del siglo xxi.

Los detalles de la escenografía como de las emociones y pensamientos del personaje principal, de la tensión magistral en el relato y su final, muestran el dominio absoluto del rigor de un novelista y de un cuentista –dos artes exigentes, delicadísimos– así como del conocimiento de la época de los tártaros de Gengis Khan. El descubrimiento del corpus de la historia que no nos deja alejarnos del texto, es denso en su levedad y leve en su densidad, y es una metáfora que se teje ante nuestros ojos sin que nos demos cuenta que está ante nuestros ojos, más bien à notre insu, del acto de desvestir y poseer a la mujer que pasará la noche con el funcionario del reino de Asturias. Armando va desvistiendo la trama ante el lector, porque el relato es trama, la trama misma se eleva sobre el relato, una característica de las obras maestras. Y luego el pequeño detalle, el texto tiene dos finales. El final final de la historia de una lascivia es sorpresivo: termina con una cita de Spinoza en el que la lascivia es una pasión triste, aunque todos sabemos que no hay pasiones tristes sino en la imaginación bíblica y sus comentaristas –a lo más sería un término de la literatura fantástica como diría Borges. Ahí hay otro tour de velour –vuelta de terciopelo– de Armando Pereira. El final con una moral spinoziana, y al asimilarse a las historias de Marco Polo –que también contó historias con Gengis Khan– no enfría y deseca el relato sino que muestra lo que llamaré aquí un dominio absoluto. Ese dominio absoluto podría describirse de la misma manera que él mismo lo hizo en un ensayo años antes al hablar de la creación literaria: “Fantasear implica, entonces, articular un deseo, dotarlo de un discurso, hacer de él una historia lo suficientemente compleja como para que el deseo permanezca en ella…”

El relato termina con un párrafo separado por un asterisco de la historia donde el funcionario regio termina empalado y agradeciendo a su Rey “que le había otorgado el honor inmerecido de aventurarse a esa inhóspita tierra de bárbaros”: cuestión de hacer que el personaje agradezca así haber conocido un alto momento de la lascivia y el erotismo, cuestión de seguir el canon de todo lacayo que muere agradeciendo que muere por su rey. O los dos. Termina así:

Esta breve y ejemplar historia, que sólo un imperdonable descuido pudo dejar fuera de los relatos de Marco Polo, la he puesto en palabras aquí para que sirva de lección a todos aquellos que en busca del placer se aventuran. Sabed que, siglos después de la muerte del deshonrado hidalgo, Spinoza escribiría una advertencia para todos aquellos que se abandonan a las pasiones tristes: son pasiones que confunden y ofuscan el alma, y entre ellas, la lascivia es la que con más fuerza se aferra a la carne y la que más pronto nos conduce al averno. Manteneos pues, si os es posible, y ojalá que este ejemplo os dé fuerzas para ello, libres de las terribles tentaciones de la carne.

Por el dominio de su autor de la época, la interiorización en el personaje, este relato es de igual linaje que otras piezas maestras como “La muerte del estratega” de Álvaro Mutis, que trata de un amor y su fatalidad que suceden en el esplendor de Constantinopla. En uno y otro texto, sólo el conocimiento del autor y su conversión misma a la época y emociones del personaje hacen posible la obra literaria, la cual, alcanzada esta intensidad creativa del autor, son extraordinarias porque como el epígrafe de Nietzsche a uno de sus libros, están “A cinco mil pies sobre el nivel del hombre y del tiempo”.

Armando Pereira también escribió una cantidad de artículos y libros sobre crítica literaria, una crítica pensante, fértil de argumentos, elegante en su prosa, precisa en su sintaxis, y sobre todo, inspiradora. Los escritos de Armando Pereira son los de un escritor que hace crítica literaria con el rigor filológico sin seguir a Eurídice por el espejo: el análisis de otras obras es un escenario donde nos ofrece argumentos y reflexiones que abren puertas al gozo de pensar. Esto es lo que hace original a la crítica literaria. Es decir, cuando el ensayo crítico es también una creación literaria. Eso se aprecia en ensayos como “La literatura y la escena de lo imaginario” publicado en un libro extraordinario Grafitti, editado en la prestigiosa colección Biblioteca de Letras de la Coordinación de Humanidades de la Unam. Este libro es una de las summa de la lucidez de la crítica literaria en México y de la obra de Armando Pereira. Este pasaje del ensayo mencionado nos da una idea precisa de cómo la crítica literaria puede ser creación literaria, y cómo puede ser inspiradora para germinar ideas igualmente literarias:

Y es que la imaginación es una facultad intermedia entre el pensar y el sentir. No responde a la lógica de la razón, pero tampoco es emoción en estado puro. Imaginar implica un cierto proceso de elaboración en el que el deseo permanecerá, aunque revestido de una piel y de una carne. Precisamente la piel y la carne que le prestan las imágenes. Si las imágenes brotan del deseo que las sustenta, esas imágenes –en su encabalgamiento, en la sintaxis que nace de sus múltiples relaciones– terminan matizando, graduando el deseo que las produjo.

La literatura nace entonces de las instancias del deseo y se sustenta en ese principio del placer que busca satisfacer, aunque sólo sea de manera imaginaria, un cúmulo de pulsaciones –eróticas, agresivas– cuya satisfacción ha quedado frustrada en la realidad. Pero en la literatura actúa también el principio de realidad, a través de las leyes del género, esas normas poéticas pertenecientes a una tradición y a una historia, que nos permiten distinguir una novela de un poema, y que invisten al deseo de una fonética y una sintaxis. Fantasear implica, entonces, articular un deseo, dotarlo de un discurso, hacer de él una historia lo suficientemente compleja como para que el deseo permanezca en ella, aunque bajo la forma de su olvido.

Así, lo que en definitiva caracteriza al espacio imaginario es la presencia en él del deseo como su fuerza motriz, como la fuerza productora de las imágenes. Y lo que en él se recupera es lo que no era posible recuperar en otra parte; el cuerpo y las pasiones que lo recorren. Y si esa recuperación es posible allí, es precisamente por el carácter imaginario, fantasmático, irreal, de todo lo que allí sucede, de esa compleja historia que lo envuelve y lo matiza.

Un pasaje que nos revela que el propio Armando consideraba la crítica literaria como una creación literaria y no como un comentario enciclopédico, es cuando nos dice que “En una escritura trabada por la lógica de la razón, el deseo moriría de asfixia. Su lógica es otra: tan sólo quiere acontecer, y para ello necesita de una escritura que lo muestre tal como es: en su intermitencia, en su imprevisibilidad, en su rareza, es decir, a través de esa impronta que nos deja de lo vivido la escritura como fragmento.”

Siempre que veo el nombre de Roland Barthes hasta la fecha –y durante muchos años lo vi en las librerías con mucha frecuencia– y muchas veces en París pensé, como si hubiera quedado fijo en el tiempo, en una escena: Barthes tocando el piano en su departamento y diciéndole a un muchacho que lo deje solo. Hace un año releí el ensayo de Armando sobre “Roland Barthes: los incidentes del deseo”, que aparece también en su libro Grafitti, y recordé –me di cuenta– que es Armando quien cita esta escena que Barthes cuenta en un libro autobiográfico. Se quedó en mi mente desde la primera lectura que hice en 1992, y ha sido como una de las formas que Armando me ha acompañado a lo largo de muchos años.

Otra han sido los cuatro poemas “La mirada incurable” que le dediqué a Armando incluidos en mi libro Historia natural del olvido, en la colección El ala del tigre de la Unam, que me publicó Vicente Quirarte. Por misterios, por ilógica, por trampas del tiempo, pero sobre todo por mea culpa Armando nunca se enteró que le dediqué esos poemas. Pero esa dedicatoria ha estado allí desde hace tres décadas como un abrazo a su generosidad y a su amistad y a su talento. Y seguirá allí cuando todo esto desaparezca y seamos almas danzando entre las almas.

Recuerdo que también por 1992 fui a una conferencia de Eduardo Casar. De pronto dijo algo muy grato: “Un día cuando estudiaba en Filosofía y Letras nos dejaron escribir un poema. Entonces un amigo subió a la azotea del edificio y bajó con un poema escrito. Ese amigo era Armando Pereira”.

Este 13 de diciembre se cumplen dos años de su partida. Sin embargo sigue en vida en nosotros por la perennidad de su generosidad, su calidez y su obra literaria. 

Armando Pereira
Avatar photo

Antonio Messtre-Dömnar

Ha publicado Intemperies (Fondo de Cultura Económica), El Cardenal salió a comer y sus amantes perdieron la fe más dulce (Gatsby ediciones), Historia natural del olvido (UNAM) y Transparencia en llamas (ICT), como Freddy Domínguez Nárez.

Agrega un comentario

Siguenos

Para estar en contacto con nosotros y tener actualizaciones de nuestros proyectos.