Truman Capote amaba el elemento del shock y la publicidad. Sin embargo subastar sus cenizas como lo hizo Julien’s Auction en 2016 en Los Ángeles, es asunto de neofenicios, como llama el novelista Leonardo Da Jandra a los comerciantes inmorales de hoy. De neofenicios morbosos. En realidad no fue todo Truman Capote que salió a la venta sino una porción de sus cenizas que heredó su amiga Joanne Carson. Los compradores prometieron llevar las cenizas de Capote de paseo a cines, fiestas, comidas, etcétera, es decir, todo lo que al escritor le gustaba hacer en vida. Algo que la agencia de subastas presentó como un alegre remedio a la soledad de los muertos. Cosa todavía más siniestra que la subasta misma.
Truman Capote fue el gran chismoso de la literatura norteamericana –quien lea lo que escribió sobre Marilyn –sí esa Marilyn– sabrá con quién le gusto más a ella hacerlo. Su última novela Plegarias atendidas, publicada en libro póstumamente aunque por entregas en 1975 cuando aún vivía,buscaba lograr algo parecido o superior a À la recherche du temps perdu de Proust pero Capote desistió al final. Reconoció que era una novela inacabada cuando publicó una carta a los lectores de la revista Interview, en mayo de 1980: “Aparte de todo ello, he seguido trabajando en mi libro Plegarias atendidas. El otro día un hombre me paró por la calle y me preguntó cómo ir a Chinatown. Le contesté: “Está en el centro, sigue andando en dirección al centro”. Entonces me acordé de un vecino de la infancia, un chico de voz ronca que se pasó un verano entero cavando un hoyo enorme en el patio trasero. Al final le pregunté a qué se debían sus trabajos. “Quiero llegar a China. Mira, en la otra punta de este hoyo está China”. Bueno, pues nunca llegó a China, y puede que yo nunca termine Plegarias atendidas, ¡pero sigo cavando!
Plegarias atendidas trata de encontrar un alma en la sociedad newyorkina de banalidades o, mejor aún, demostrar que el alma se ha desvanecido en ellos. Ese libro le costó la animadversión de muchas amistades suyas que la consideraron, como dijo Lise Friedman en Vogue, «Un ataque venenoso de Capote contra el mundo que le había convertido en objeto de adoración», y supuso su aislamiento social. Fue un precio muy alto a pagar para alguien que era el alma del mismo jet-set que retrató, y para quien las fiestas y la chismografía eran parte esencial de los incentivos de su imaginación como escritor. A diferencia de Proust, que se encerró prácticamente para escribir su obra y frecuentó a muy pocos amigos hacia el final, Capote adoraba el balcón. Nuria Barros hace un recuento de su situación: “Su prestigio rivalizaba con su éxito social. Los más ricos entre los ricos del mundo le cortejaban para que asistiera a sus fiestas: los Kennedy, el shah de Persia, Frank Sinatra, Aristóteles Onassis, los Agnelli, Peggy Guggenheim… Los intelectuales, los poderosos y los famosos le adoraban por igual. Su editor le calificaba de ‘encantador, ingenioso y travieso’, el actor Humphrey Bogart aseguraba querer ‘tenerlo siempre al lado’ y hasta la Reina Madre de Inglaterra le definía como ‘maravilloso, inteligentísimo, sapientísimo y divertidísimo’. ‘Un genio’, concluía Cecil Beaton. El nombre de Capote era un poderoso imán al que nada se resistía. Ni siquiera el dinero. Antes de haber escrito una sola línea de Plegarias atendidas, cobró un millón de dólares de adelanto de su editorial y vendió los derechos cinematográficos por 350 000 dólares.” Quedar aislado de este bullicio que él también adoraba no le hizo perder la lucidez sobre su condición de novelista por encima de intereses o situaciones comprometidas. Plegarias atendidas es su portazo donde develó la vida secreta de celebridades newyorkinas que cuando el texto se publicó por primera vez en entregas en la revista Esquire renegaron de su amistad y de su afecto. Truman Capote fue contundente: “¿Qué esperaban? Soy escritor y lo uso todo. ¿Acaso esa gente pensaba que yo solo servía para divertirlos?”
La nota 316 del editor de sus cartas apunta que Ann Woodward, que mató a su marido por equivocación pensando que era un intruso, fue exonerada por el jurado pero casi todos los amigos de su marido la consideraron culpable, y agrega: “Capote retomó el caso en forma de ficción en su relato ‘La Côte Basque’, que Esquire publicó en octubre de 1975. Tras leer un ejemplar de muestra, Ann Woordward ingirió una dosis letal de Seconal.” Antes de eso el inmundo Capote la había apodado “Bang-bang”.
A pesar de que la consagración de Truman Capote fue su novela A sangre fría, su personalidad y su áurea glamourosa tiene que ver más con Desayuno en Tifffany’s y su novela no escrita pero representada que fue el baile Black and White en el Hotel Plaza de Nueva York, el 28 de noviembre de 1966, para ricos y famosos amigos suyos. En el artículo que Vogue le dedicó para conmemorar el 50 aniversario de la fiesta se dice que Truman había dicho en algún momento de su vida: “Cuando sea rico y famoso voy a dar una fiesta para la gente rica y famosa de verdad”. Tanto cumplió su deseo que la prensa ha referido que Jerome Robbins hizo el siguiente comentario: “Parecía que Truman había hecho una selección de los primeros que iban a ser abatidos por los Guardias Rojos en la próxima revolución”. Si bien el vestuario era simple (blanco y negro), sólo con algunas instrucciones precisas al calce de la invitación (“Caballeros: corbata negra, máscara negra. Damas: vestido blanco o negro”) el asunto central estuvo en la instrucción original que venía al final y era sobre las joyas: “Sólo diamantes”. Un artículo de El país cita a su biógrafo Gerard Clarke que escribió sobre el motivo de Truman: “preocupado por que los multicolores destellos de rubíes, zafiros y esmeraldas podían estropear su escenografía pensó añadir una encarecida apostilla: ‘Solo diamantes’, al pie de las invitaciones.” Pero hubo una revuelta de diosas, divas, y princesas: algunas querían lucir sus joyas más preciadas, y Truman terminó anulando la condición de los diamantes. También fue prudente de parte de las diosas, divas y princesas: habrían quedado asociadas a una pequeña pero contundente frase que aparece en Desayuno en Tiffany’s y que podemos llamar la Ley Truman Capote sobre los Diamantes. En algún momento de la narración se define el escenario perfecto en que armonizan: “Canas, huesos y diamantes”.
Capaz de dilapidar un poco de su fortuna en una fiesta Truman Capote también era capaz de reaccionar como un mortal frente a las facturas. En una carta a Cecil Beaton del 15 de mayo de 1957 escribe: “Han salido en el Bazaar unas cuantas fotos tuyas, son muy bonitas. Finalmente, llevé a revelar las mías al laboratorio Hoffman, y tengo que decir que hicieron un trabajo espléndido, demasiado espléndido: estuve a punto de desplomarme cuando me pasaron una factura de 300 dólares. Dios mío, no tenía ni idea de que la fotografía fuese tan cara”.
El arte de la novela de Capote es el arte de la ironía, del fresco sublime del lenguaje, de las imágenes, de la narración. El fenómeno de su escritura: no queda en la profundidad estática. Circula, se evapora, sólo para volver a aparecer definitiva. Esta definitividad es lo que le imprime frialdad a su estilo, el cual subyace en la calurosa danza de lo que tiene que contar, de lo que nos tiene que decir de las profundidades, abismos, máscaras y contramáscaras.






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